En
Argentina, escuché de boca de un taxista la historia del vasco de
la carretilla.
Cuando
volví de mi viaje no pude resistir la tentación de teclearlo en
internet y comprobé sin sorpresa que aparecían reseñas, libro y
película, sobre esta historia increíble, que ahora quisiera
transmitiros con la misma ilusión que puso aquel taxista, mientras
recorríamos las calles de Puerto Iguazú, muy cerca de la última
residencia elegida por este hombre singular.
El vasco de la carretilla fue un inmigrante
llamado Guillermo Larregui que salió en 1900, con 15 años, del
barrio pamplonés de Errotxapea, rumbo a América.
En la
versión de aquel taxista, el origen de todo fue un comentario de un
amigo, a cerca de lo curioso que le resultaba que el otro siempre
calzase unas alpargatas de suela de esparto que debían de ser
realmente incómodas, añadiendo, ya en tono de apuesta, que con ese
calzado no podría caminar 40 kilómetros.
El
vasco aceptó la apuesta, cogió sus escasas pertenencias y las puso
en una carretilla para llevárselas consigo. Cuando llevaba caminados
90 kilómetros el amigo le dijo que regresara, puesto que ya había
demostrado sobradamente lo apostado, pero el otro se negó, dijo que
seguiría caminando y terminó recorriendo a pié una buena parte de
Argentina, Chile y Bolivia.
Según
nos cuenta el libro escrito por Txema Urrutia y probablemente más
documentado, así como otras múltiples investigaciones periodísticas
que se interesaron por el caso, Guillermo Larregui tenía cumplidos
los 49 años y trabajaba en las perforaciones petroleras de Cerro
Bagual, en Santa Cruz, cuando hizo la apuesta con sus compañeros
mineros de irse con una carretilla cargada con más de 100 kg, desde
la Patagonia a Buenos Aires, diciéndoles que “si los
norteamericanos tienen todos los récords ¿por qué no los podemos
tener nosotros?”.
Fue su
primer viaje. Luego siguieron catorce años tirando de la carretilla
y de una aureola de popularidad y reconocimiento.
Con el
tiempo las versiones se poetizan y los méritos de uno se asumen por
todos con orgullo, cosa que no ocurre cuando se trata de algo
negativo. En un comentario a la película de Roberto Arizmendi se
dice que “inició su periplo en Piedra Buena en el año 1935, con
el solo propósito de reivindicar el espíritu aguerrido de los
vascos”. Algo más jocoso resulta este otro, sacado de una sinopsis
del libro de Txema Urrutia: “total, 3.400 kilómetros no son nada
para un vasco que ha dado su palabra”.
Guillermo
Larregui llegó a convertirse en un personaje conocido en toda
Argentina, al que se empezó a nombrar como “el vasco de la
carretilla” y que era seguido por los medios de comunicación que,
según nuestro taxista, anunciaban la fecha aproximada en la que
pasaría por una determinada localidad, lo que hacía que la
población lo esperase y saliese a la calle a saludarlo y darle agua
y comida.
En
palabras de Arizmendi, el director de la película, “a él le
cambió la vida descubrir que el camino era lo suyo, nosotros
descubrimos que teníamos noticias”.
Según
la documentación existente, fundamentalmente recortes periodísticos
de la época, a su llegada a Buenos Aires, en aquel primer viaje,
tuvo una gran acogida popular, y fue este entusiasmo de la gente lo
que lo llevó a intentar otros caminos; por los que recorrió desde
la provincia de Buenos Aires a la Quiaca, en la frontera con Bolivia;
de Villa María, provincia de Córdoba, a Santiago de Chile, cruzando
la cordillera de los Andes y de ahí a La Paz, Bolivia; y finalmente
desde Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires al río Iguazú, en
la nororiental provincia de Misiones.
Cuando
ya estábamos tan entusiasmadas con el relato, que le hubiésemos
pagado al taxista otra vuelta a la manzana solo para poder oír el
final, nos contó que en su último viaje, cuando vio las cataratas
del Iguazú, se quedó tan impresionado que decidió quedarse; así
que pidió permiso a los encargados del parque para establecerse
allí. Para entonces había recorrido una distancia que varía según
las versiones entre 14.000 y 24.000 kilómetros y figuraba en el
libro Guiness de los récords.
Con el
permiso de los encargados del parque construyó su casa con latas de
melocotón vacías que todo el mundo aportaba. Quitándoles las tapas
y rellenándolas de cemento formó las columnas; alisándolas y
uniéndolas unas a otras con primor de artesano de patchword,
construyó las paredes; y cortándolas por la mitad y colocándolas a
modo de tejas, el tejado.
Para
los turistas que visitaban el parque y las cataratas, la casa del
vasco de la carretilla se convirtió en parada obligada. Todo el
mundo se hacía fotos y le dejaba una propina, con lo que
prácticamente vivía de las visitas turísticas y el apoyo de la
gente. El gobierno de Misiones, a comienzos de la década de 1960, le
había prometido un subsidio que nunca llegó.
Un día,
como ocurría habitualmente, para el permanente y minucioso arreglo
de la casa, le dieron unas latas llenas advirtiéndole que no se
comiera el contenido porque estaban caducadas. Él hizo caso omiso,
decidió que no tenía mal aspecto y que era un desperdicio tirarlo y
poco después murió de botulismo. Corría el 5 de junio de 1964.
Actualmente
es imposible visitar la casa del vasco de la carretilla porque algún
responsable con poca responsabilidad y las ideas muy claras, ordenó
eliminar del parque aquella chatarra.
LIBRO:
“El vasco de la carretilla” Txema Urrutia (Ed. Txalaparta)
PELÍCULA:
“¡Gora vasco! (milonga de temple y carretilla)” Roberto
Arizmendi
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