lunes, 12 de julio de 2021

DESESPERANZA

Por fin está decidido, será mañana. Mi muerte será mañana.

No se trata de que tenga prisa por morir, más bien la vida se me agotó. Me quedé sin fuerzas, sin ánimo, no digamos nada de la esperanza, si es que alguna vez la tuve, y ahora también el dinero. Así que poco sentido tendría seguir como un fantasma aparentando vida, cruzar las calles cuando el semáforo cambia a verde y mirar sin ver a todas esas figuras desconocidas que caminan sin parar de un sitio a otro, como si formaran parte de alguna coreografía inédita que nos obliga a movernos siempre, hacia un lado o hacia otro.

¿Cuánto importa una vida? ¿Cuánto importa mi vida? Millones de personas no cuentan. Niños que mueren de una diarrea que podría curarse por un euro. Niñas vendidas como esclavas sexuales. Se trata de matemática sencilla: Para que unos tengan mucho, otros tienen que carecer de casi todo. Y de frases hechas: Es lícito querer tener más y ganar dinero; la cara amable de una sociedad vampirizada.

En el mundo al revés la lógica es una lógica acumulativa sin cuartel, asesina de nos con enfermedades baratas, de mujeres y niñas que ni siquiera son cifras. Mientras, los que siempre ganan están detrás del telón, nunca son los que luchan en las guerras, ni los que salen perdiendo, ni los que mueren.

¿Qué hacer? Con lo fácil que sería evitar el abuso de una multinacional, de un banco o, digamos, de un oligopolio eléctrico, con solo decidir a qun no le damos nuestro dinero. Pero qué difícil es no ser abusados cuando no queremos creer en la fuerza que tenemos en nuestras propias manos.

¿Sería posible negarse a luchar, matar y morir inútilmente? ¿Confiar y colaborar en beneficio propio y de los otros? ¿Darle otro uso a la riqueza para que la gente viva con dignidad, en vez de emplearla en guerras, abusos, o acumulaciones estrafalarias? Pero, entonces, no viviríamos en esta sociedad. Entonces, yo no moriría mañana.


Esto es lo que le Marta en el diario que encontró mientras recogía las pertenencias de su madre. Habían pasado dos días desde su entierro, no tenía una noción clara de cómo transcurrieron esas horas, pero no había parado de recoger, empaquetar, limpiar... No quería estar quieta porque entonces sentiría un vacío infinito y se derrumbaría. No entendía, ni quería aceptar, el deseo de su madre de decidir el día de su muerte. No estaba enferma, ni desahuciada, ni nada parecido; ella estaba allí para ayudarla si la necesitaba; se sentía rechazada por su propia madre y no podía pararse a pensarlo porque algo se le rompía dentro y solo quería gritar. Sin embargo, siguió leyendo. Era una pequeña libreta de tapas negras, como su contenido. No tenía muchas páginas escritas. Se saltó algunas hacia atrás.

Primero necesité a mi madre, supongo que como todo el mundo.

Después la amé, mientras dejaba de amar a mi padre.

Pero un humo gris nubló la visión del camino y fui ciega por respirar rencor.

Dándole la espalda al cariño, me aislé en busca de otro amor y ya no pude regresar por un camino roto.

La parca vino y se los llevó, pero me dejó el rencor.

Después llovió sobre mis certezas y algunas brumas se aclararon, pero ya era tarde para el amor. Ya era tarde para mí. Fue tarde, incluso, antes de la negra muerte.


Su madre no acostumbraba a hablar de sí misma y de sus sentimientos, pero ahora Marta combinó, en su mente, fragmentos de conversaciones y llenó los vacíos con sus propias deducciones. La conclusión fue que su madre había tenido una infancia poco feliz, quizás no fue muy querida y tampoco supo acercarse a sus padres. Luego quiso alejarse de ellos. Marta sabía que de jovencita había tenido una relación muy absorbente: se fue a vivir con aquel chico, puede que él fuera ese otro amor que buscaba, pero aquello salió mal. Lo poco que conocía de esa etapa le había llegado por otros familiares, su madre nunca le habló de ello, pero ocurrió que el exceso de control que, al principio, confundió con amor, acabó en maltrato. Se libró de aquella situación y acabó por ser la mujer fuerte e independiente que Marta conoció, pero no pudo volver atrás, nunca arregló la relación con sus padres, que fue muy distante hasta que ellos murieron. Esto sí se lo había comentado su madre en alguna ocasión, pero no pensó que lo vivía con ese rencor y esa negrura que destilaba el texto.

Marta lloró como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Lloró por sí misma, por su madre, por su abuela y el abuelo que no conoció y a quien su madre no amó. Lloró ese río de lágrimas que encauzaba su línea familiar.

Tanto lloró que al final se quedó dormida, agotada. La noche anterior no había descansado nada. Durmió hasta el día siguiente. Despertó con el sol que brillaba a través de la ventana. El recuerdo de los días anteriores la golpeó de inmediato, pero el descanso había cubierto de una pátina suave esos sentimientos tan negros, y ahora le venían a la mente recuerdos de su madre muy diferentes a los que reflejaba aquella pequeña libreta.

Las fotografías que aparecían detrás de sus ojos, mientras miraba la luz del sol sin ver nada, eran de su madre riendo y contándole historias interesantes; de su madre cuidando a su abuela, a pesar de los silencios que había entre ellas; de su madre besándola con una enorme sonrisa y ojos enamorados. No siempre fue la persona que escribió ese diario.

Marta se sentía inquieta. Afortunadamente ella tenía un gran apoyo en su hija Alba, pero ahora no estaba segura de haberle demostrado todo el cariño que le profesaba. Ese día la abrazó con fuerza y ella se quedó sorprendida. Alba se preocupó por las ojeras negras que nunca había visto antes en la cara de su madre.

Si quieres me quedo contigo estos días, no hay prisa para retomar la universidad, no estás bien mamá—Marta rompió a llorar—. Siento mucho lo de la abuela, siento que te afecte tanto, déjame ayudarte, podemos hacer algo que te distraiga un poco.

Si hija, vamos a hacer cosas juntas, a partir de ahora te voy a acompañar en esas luchas de las que tanto me hablas y que hasta ahora no vi como mías, y te voy a resarcir de muchas ausencias. No lloro solo por tu abuela, lloro por mí y por ti, porque nos contemplo como reflejadas en esos juegos de espejos que se ven unos en los otros hasta el infinito. Así veo ahora nuestra saga familiar de mujeres tristes, que no saben querer ni se sienten queridas, y que llevan a sus espaldas todo el dolor del mundo. No quiero eso para nosotras, hija, no quiero perpetuar esa estirpe suicida, o que te puedas sentir malquerida.

Mientras decía esto, a Marta se le agolpaban imágenes de su hija: de niña, mirando asombrada el televisor lleno de caras tristes de niños hambrientos, a la vez que le hacía preguntas que ella no podía responder; portando pancartas, cuando aún estaba en el instituto, contra las guerras o a favor del ecologismo; participando en actividades feministas; o esas otras que solo había visto en fotos, mientras hacía un alegato como representante de alumnos en alguna huelga o protesta universitaria. A su hija le importaban las personas, la justicia, el planeta... Y ella no había tenido la sensibilidad de acercarse a todo lo que era esencial en su vida. Pero, ahora, aprendería a mirar el mundo con sus ojos para construir juntas un futuro mejor para ellas y para las mujeres que vendrían después. Ahora, tras leer el diario de su madre, Marta había recibido un tortazo, un empujón que le decía: “¡Despierta! Yo ya no estoy, pero tu hija sí, y te espera”.

Alba le estaba hablando.

Tranquila mamá, sé que me quieres, solo que cada cual tiene su carácter, y no todo el mundo es dado a las caricias o a demostrar lo que siente.

Marta reaccionó abrazando a su hija, que se quedó algo asombrada por segunda vez. La llenó de besos mientras Alba reía y secaba las lágrimas que surcaban las mejillas de esa madre atormentada, casi desconocida. Vio pasar por esos ojos todo el amor, la admiración y el agradecimiento que intentaba mostrarle torpemente.

Todo estaba dicho en esa mirada, sin las palabras que nunca había encontrado. Sellado y rubricado con un abrazo infinito. El abrazo que Alba recordaría toda su vida y que inició una nueva relación con su madre.

Lucía Medina Navarro

abril 2020