martes, 17 de marzo de 2015

El vasco de la carretilla

En Argentina, escuché de boca de un taxista la historia del vasco de la carretilla.
Cuando volví de mi viaje no pude resistir la tentación de teclearlo en internet y comprobé sin sorpresa que aparecían reseñas, libro y película, sobre esta historia increíble, que ahora quisiera transmitiros con la misma ilusión que puso aquel taxista, mientras recorríamos las calles de Puerto Iguazú, muy cerca de la última residencia elegida por este hombre singular.
El vasco de la carretilla fue un inmigrante llamado Guillermo Larregui que salió en 1900, con 15 años, del barrio pamplonés de Errotxapea, rumbo a América.
En la versión de aquel taxista, el origen de todo fue un comentario de un amigo, a cerca de lo curioso que le resultaba que el otro siempre calzase unas alpargatas de suela de esparto que debían de ser realmente incómodas, añadiendo, ya en tono de apuesta, que con ese calzado no podría caminar 40 kilómetros.
El vasco aceptó la apuesta, cogió sus escasas pertenencias y las puso en una carretilla para llevárselas consigo. Cuando llevaba caminados 90 kilómetros el amigo le dijo que regresara, puesto que ya había demostrado sobradamente lo apostado, pero el otro se negó, dijo que seguiría caminando y terminó recorriendo a pié una buena parte de Argentina, Chile y Bolivia.
Según nos cuenta el libro escrito por Txema Urrutia y probablemente más documentado, así como otras múltiples investigaciones periodísticas que se interesaron por el caso, Guillermo Larregui tenía cumplidos los 49 años y trabajaba en las perforaciones petroleras de Cerro Bagual, en Santa Cruz, cuando hizo la apuesta con sus compañeros mineros de irse con una carretilla cargada con más de 100 kg, desde la Patagonia a Buenos Aires, diciéndoles que “si los norteamericanos tienen todos los récords ¿por qué no los podemos tener nosotros?”.
Fue su primer viaje. Luego siguieron catorce años tirando de la carretilla y de una aureola de popularidad y reconocimiento.
Con el tiempo las versiones se poetizan y los méritos de uno se asumen por todos con orgullo, cosa que no ocurre cuando se trata de algo negativo. En un comentario a la película de Roberto Arizmendi se dice que “inició su periplo en Piedra Buena en el año 1935, con el solo propósito de reivindicar el espíritu aguerrido de los vascos”. Algo más jocoso resulta este otro, sacado de una sinopsis del libro de Txema Urrutia: “total, 3.400 kilómetros no son nada para un vasco que ha dado su palabra”.
Guillermo Larregui llegó a convertirse en un personaje conocido en toda Argentina, al que se empezó a nombrar como “el vasco de la carretilla” y que era seguido por los medios de comunicación que, según nuestro taxista, anunciaban la fecha aproximada en la que pasaría por una determinada localidad, lo que hacía que la población lo esperase y saliese a la calle a saludarlo y darle agua y comida.
En palabras de Arizmendi, el director de la película, “a él le cambió la vida descubrir que el camino era lo suyo, nosotros descubrimos que teníamos noticias”.
Según la documentación existente, fundamentalmente recortes periodísticos de la época, a su llegada a Buenos Aires, en aquel primer viaje, tuvo una gran acogida popular, y fue este entusiasmo de la gente lo que lo llevó a intentar otros caminos; por los que recorrió desde la provincia de Buenos Aires a la Quiaca, en la frontera con Bolivia; de Villa María, provincia de Córdoba, a Santiago de Chile, cruzando la cordillera de los Andes y de ahí a La Paz, Bolivia; y finalmente desde Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires al río Iguazú, en la nororiental provincia de Misiones.
Cuando ya estábamos tan entusiasmadas con el relato, que le hubiésemos pagado al taxista otra vuelta a la manzana solo para poder oír el final, nos contó que en su último viaje, cuando vio las cataratas del Iguazú, se quedó tan impresionado que decidió quedarse; así que pidió permiso a los encargados del parque para establecerse allí. Para entonces había recorrido una distancia que varía según las versiones entre 14.000 y 24.000 kilómetros y figuraba en el libro Guiness de los récords.
Con el permiso de los encargados del parque construyó su casa con latas de melocotón vacías que todo el mundo aportaba. Quitándoles las tapas y rellenándolas de cemento formó las columnas; alisándolas y uniéndolas unas a otras con primor de artesano de patchword, construyó las paredes; y cortándolas por la mitad y colocándolas a modo de tejas, el tejado.
Para los turistas que visitaban el parque y las cataratas, la casa del vasco de la carretilla se convirtió en parada obligada. Todo el mundo se hacía fotos y le dejaba una propina, con lo que prácticamente vivía de las visitas turísticas y el apoyo de la gente. El gobierno de Misiones, a comienzos de la década de 1960, le había prometido un subsidio que nunca llegó.
Un día, como ocurría habitualmente, para el permanente y minucioso arreglo de la casa, le dieron unas latas llenas advirtiéndole que no se comiera el contenido porque estaban caducadas. Él hizo caso omiso, decidió que no tenía mal aspecto y que era un desperdicio tirarlo y poco después murió de botulismo. Corría el 5 de junio de 1964.
Actualmente es imposible visitar la casa del vasco de la carretilla porque algún responsable con poca responsabilidad y las ideas muy claras, ordenó eliminar del parque aquella chatarra.

LIBRO: “El vasco de la carretilla” Txema Urrutia (Ed. Txalaparta)
PELÍCULA: “¡Gora vasco! (milonga de temple y carretilla)” Roberto Arizmendi