martes, 13 de abril de 2021

UN TRABAJO DIVERTIDO

 El suelo era un damero. Las paredes habían perdido el tono rosa pastel original, que ahora aparecía desigual y sucio en algunas zonas. No había mesas. Una fila de sillas alineadas en uno de los lados permitían descansar a los clientes entre baile y baile. Un surco negro y desconchado marcaba en la pared la altura de las sillas y el tiempo que pasaba por aquella sala como por la vida de los que allí nos encontrábamos una noche tras otra. La barra, al entrar a la derecha, sostenía a varios sujetos pegados a un vaso de tubo que, con la espalda apoyada, observaban a las parejas que bailaban.

Mi cliente, en ese momento, era un tipo gris. Era de mi altura, moreno, con un pequeño bigote que parecía querer negar cierta calvicie escondida bajo unos cabellos largos cuidadosamente colocados cubriendo la parte superior de la cabeza de un lado a otro. No me había dado cuenta de que me hablaba.

¿Me escuchas? Decía que vaya trabajo divertido el tuyo. Siempre entre música.

Podría enseñarte los callos de mis pies. Pero, claro, no lo haré.

Le dediqué una sonrisa mientras asentía levemente con la cabeza. Sonaba un bolero tranquilo, uno de los que más me gustaban.

Sí, la música era lo mejor de aquel trabajo, en el que bailaba sin descanso durante horas, por unas monedas, con desconocidos solitarios que, de paso, ahogaban en mí sus frustraciones. Ella me acompañaba, a veces calmaba mi ánimo y otras me empujaba, en esos momentos de desmayo que volvían cada vez más a menudo.

No te imaginas lo terrible que es trabajar en una oficina. Todos los días iguales y, encima, aguantar a un jefe plasta. La verdad es que vengo aquí a relajarme. Me encanta la música y disfruto con el baile.

De plastas y de días iguales sé un rato largo, pero tampoco te lo contaré.

Y no creas que el sueldo compensa. Para nada. Pero, en fin, es lo que hay.

Sonreí de nuevo y me encogí de hombros. La canción acababa. Me enseñó otra moneda, quería repetir baile.

¡Ánimo! Tocaba un vals. Esa noche mis pies se agotarían y, quizás, mañana, mi hijita y yo podríamos hacer tres comidas. No siempre era así.


Lucía Medina Navarro

2020

viernes, 9 de abril de 2021

LA ÚLTIMA REDADA

   

Pedro sentía pasión por el cine. No tenía otros hobbys. Trabajaba de contable en una pequeña empresa como tantas otras. Los números siempre se le habían dado bien y en su elección de estudios influyó la búsqueda de un título rápido, que no le costara mucho esfuerzo y le diera una salida relativamente fácil al mercado laboral. Pero el trabajo era para él meramente alimentario. Todo su tiempo libre lo dedicaba a ver películas, leer sobre el tema y hacer sus pequeñas producciones, aunque siempre como aficionado. Tenía una web a la que subía sus vídeos, opiniones y recomendaciones, y compartía en las redes su pasión con varios cientos de personas.

La aburrida infancia de Pedro, el raro del pueblo que no participaba en los juegos habituales de otros niños a los que les gustaba subir a los árboles, matar pájaros con tirachinas o torturar a ranas o lagartijas, cambió el día que se inauguró el cine. A él no le gustaban esos juegos. Era introvertido, prefería leer o que le contaran una buena historia. Por eso el cine fue un descubrimiento. Era una sala de paredes desconchadas, con una sábana blanca sujeta a la pared y viejas sillas que intentaban seguir líneas rectas. Una aplicada limpiadora las recolocaba tras cada pase, después de barrer los restos de cáscaras de nueces de las que los niños se proveían en los nogales que abundaban en el pueblo. Había un solo pase semanal, que se anunciaba mediante un cartel en la puerta de la sala. No daba mucha información, pero a Pedro le daba igual, no se perdía una película, el cine fue el segundo descubrimiento más importante de su adolescencia. El primero fue el despertar de su deseo sexual. Y de esto también hablaban las películas.

Ya de adulto, su afición se vio coartada por la difícil accesibilidad a ciertas cintas que no se distribuían por los canales habituales de las grandes productoras y distribuidoras. Además había otro problema: en su país estaban prohibidas las películas en las que apareciesen secuencias consideradas pornográficas o “contra las buenas costumbres”, frase que servía de saco para todo lo que el gobierno decidiera meter en él. O bien censuraban esas imágenes, o simplemente no se proyectaban en cines. Las películas prohibidas se conseguían en internet y se compartían en un pequeño grupo cerrado dentro de la red, pero echaba de menos verlas en pantalla grande. No era la pornografía lo que le atraía. Se rebelaba contra la falta de libertad que le impedía ver cualquier película sin cortes ni prohibiciones. Por eso, de vez en cuando, se arriesgaba a ir a aquella sala de cine que hacía pases a puerta cerrada. Se trataba de un cine clásico, que trabajaba en la forma habitual, con películas infantiles por las tardes y filmes comerciales después. Sus puertas se cerraban invariablemente a las once de la noche. Nada indicaba la actividad nocturna dirigida a ese grupo selecto de espectadores.

Para Pedro la experiencia mezclaba miedo y excitación. No podía explicar lo que lo impulsaba a exponerse a una multa, o quizás a algo peor, pero tampoco se lo preguntaba demasiado, era su derecho y su forma de reivindicarlo, era su pasión y su forma de disfrutarla. Si lo habitual en su indumentaria era el color, cuando iba a aquellas sesiones vestía invariablemente de negro y se calaba una gorra. Daba una vuelta por los alrededores y después entraba a paso rápido mientras miraba hacia todos lados con disimulo. Al salir tenía las mismas precauciones y caminaba a paso rápido hasta alejarse de la zona. Todos los que acudían conocían el riesgo, así que las precauciones nunca estaban de más. Podrían ser detenidos y afrontar una multa o incluso penas de cárcel en caso de delito recurrente. Pero era su lucha particular, por la libertad y por una afición que era mucho más que eso. Pedro admitía que el cine se había convertido, desde ese primer descubrimiento infantil, en una de las cosas más importantes de su vida.

La primera vez que acudió a esa sala, se enteró por un amigo de la red. Nadie se atrevía a comentarlo a personas que no fuesen de su confianza. Las proyecciones se hacían en horarios en los que el cine estaba aparentemente cerrado. Ese día empezó a la una de la madrugada. Pedro miró a su alrededor y contó veinte personas además de él. Lo habitual. Con tantas precauciones la asistencia nunca era muy numerosa. La cifra más alta que recordaba era de treinta asistentes. Como le ocurría siempre, los nervios de la entrada desaparecían en cuanto las luces se apagaban y empezaba la película. Su amor por el cine resultaba palpable en ese bálsamo que lo envolvía y le hacía olvidar la aridez de la normalidad, la rutina del día a día.

Todo iba como de costumbre, no se adivinaban problemas. Nadie sabía que un policía se había infiltrado hacía meses en el grupo que compartía esta información. Lo extraño fue que la redada no se produjo hasta finalizada la película. Dejaron que la disfrutaran sin interrupciones.

Pasaban de las doce de la noche, así que ya era 28 de diciembre, Día de los Inocentes. La mañana anterior se había aprobado la nueva ley que permitía la producción, emisión, publicidad y visionado, tanto público como privado, de pornografía. El cuerpo de policía de la Comisaría Nº 3, a la que correspondía la calle Andrés Mellado, donde se encontraba la sala de cine, decidió dedicar su particular broma del día de los inocentes a esta nueva ley tan esperada por muchos, entre ellos los propios policías. El susto de los detenidos duró la media hora que tardaron en salir hacia el furgón policial y llegar a la comisaría. Allí les sorprendió el estallido...

...de la apertura de varias botellas de champán con las que los recibieron los policías, a golpe de risas y palmadas en la espalda. Cualquiera pensaría que el Cuerpo, al completo, estaba en contra de la ley. Siempre les habían demostrado un pundonor a la hora de exigir su cumplimiento, que ahora quedaba sospechosamente en entredicho. A la mayoría de los “detenidos” le costó un buen rato creerse lo que veía y se fueron a sus casas rumiando la dudosa intención de aquella broma para pasar página.

Lucía Medina

octubre 2020