sábado, 26 de junio de 2021

Mi vida en un vuelo

Los aviones me gustan desde que era niño. El aeropuerto quedaba cerca de la casa de mis padres. Me sentaba en la puerta y los veía cruzar el cielo. Pasaba tanto tiempo mirándolos que sabía los horarios de muchos de ellos. Pero lo que más me gustaba era que mi padre me llevara cerca de las pistas a ver los despegues y aterrizajes. Podía pasarme horas allí parado. Mi padre era paciente y sonreía al ver lo feliz que me hacían esas visitas. Una vez me subí a uno.

Tengo 62 años, así que eso ocurrió en un tiempo en el que pocas personas podían permitirse un billete de avión. Mis padres tenían un amigo que trabajaba en el aeropuerto. Un día nos hizo un bonito regalo a varios niños de familias amigas: una visita “guiada” a un avión que acababa de aterrizar. Las limpiadoras se afanaban para dejarlo listo antes del siguiente vuelo y el comandante seguía a bordo. Fue muy simpático con nosotros que lo mirábamos todo con asombro. Encendió las luces de los paneles, nos contó para qué servían algunos de aquellos mandos y nos dejó sentarnos, por turnos, en los asientos del piloto y el copiloto. Para mí aquel fue uno de los días más bonitos de la infancia. Lo recuerdo con tanta nitidez como si hubiese ocurrido hace un par de años.

Luego, durante la dictadura, los aviones se convirtieron en los protagonistas de los “vuelos de la muerte”. No dije que soy argentino. Se llevaron a nuestros vecinos, un matrimonio joven. Nunca volví a saber de ellos. Ella estaba embarazada. No sé que fue de aquella criatura. Durante cuatro meses la casa quedó vacía, después otras personas la ocuparon. Jamás hablamos de aquello. Tres años más tarde yo me cambié de barrio. Algunas noches aún me despierto aterrorizado. A pesar de ser consciente de que los aparatos y la ciencia de la aviación no tenían responsabilidad alguna en los actos de los asesinos, durante mucho tiempo tuve sentimientos encontrados acerca de mi afición.

La posibilidad de acceder a estudios relacionados con la aviación estaba vetada para mí. Eran muy caros. Aún miro pasar aviones siempre que puedo, aunque ahora con más conocimientos: tengo libros sobre mecánica, aerodinámica y aviación; veo películas y documentales sobre el tema; en fin, sigue siendo mi gran pasión, así que la disfruto y le dedico la mayor parte de mi tiempo libre. Por si se lo preguntaban, sí, ya he subido a un avión, muchas veces; ahora los vuelos resultan mucho más asequibles y es la mejor forma de cubrir las grandes distancias de un país como el mío.

Sin embargo, hoy miro a uno muy concreto que se aleja. En él va mi hija. Su madre y yo acabamos de pasar por un proceso de divorcio largo y penoso, en el que quedo como único culpable. Me enfadé, grité, le pedí explicaciones por esta distancia que solo me parece un castigo. Con mi hija no he sabido hablar y ella ha escogido bando. Ve el enfado de su madre y lo reproduce. La adolescencia es una época difícil, ya no es una niña, pero tampoco una adulta. Se van a vivir a cuatrocientos kilómetros de mí. Nuestra última conversación fue hace una hora, en el aeropuerto, antes de cruzar la puerta de embarque. Prometí llamarla a menudo e ir a visitarla cuando pueda. Asintió con la cabeza, pero mantuvo el gesto adusto. No pude ir más allá. El avión despegó y no dejo de mirarlo. Mis lágrimas empañan los prismáticos mientras escudriño cada parte del aparato para convertirlo en algo propio, más familiar, ya que se lleva un trocito de mí que no sé si recuperaré algún día. Ahora tengo un reto que cumplir: ser, en la distancia, el padre que no supe ser en la cercanía.

Lucía Medina Navarro

octubre 2020