jueves, 14 de octubre de 2021

Adaptarse o sufrir

 Cando era pequena non soportaba o sabor do tomate nin o do pemento. Bastaba un anaco que se escapara ao meu escrutinio e non fora apartado a tempo, para que o meu corpo reaccionara cun amago de vómito, unha resposta desproporcionada vinculada a un sabor que se superpoñía a todos os demais, máis abundantes, pero que non por agradables dominaban.

Aínda non era unha adulta, quizais doce ou catorce anos, cando tomei a difícil decisión de enfrontarme ao problema. Por comodidade para min e por necesidade social, para non “montar números” cada vez que comera fóra ou con outras persoas, para non ser esa persoa sen modais, que non sabe comportarse en público.

Empecei con anaquiños milimétricos de tomate que cortaba ata que xa non era capaz de reducilos máis e introducía un nunca máis de un de cada vez nunha cullerada de calquera comida que me gustara. Pasado un tempo de adaptación, puiden ir poñendo anacos cada vez máis grandes. Non sei canto tempo pasou ata que o sabor do tomate empezou a non resultarme desagradable, pode que un ano, non moito máis. Meses despois volvérase incluso agradable. Cando comprobei os bos resultados do experimento, decidín repetilo co pemento. Esta vez os inicios foron máis duros e necesitei máis tempo, pero actualmente gozo de ambos, encántame comer e procuro sabores novos e variados que me estimulan, lonxe de preocuparme por se algo non me gusta.


Do mesmo xeito, as persoas sentimos a necesidade de encaixar no mundo. Os adolescentes fan grupo, visten igual e repiten actitudes de outros para ser aceptados. Aos adultos góstanos pensar que temos decisión sobre a nosa vida, pero góstanos aínda máis pensar que podemos alcanzar certa tranquilidade ou un grado suficiente de felicidade. O problema é que o mundo está cheo de morte e destrución gratuítas, perpetradas polo afán de riqueza dos poderes correspondentes, pola desafección ao noso redor ante os exiliados das guerras ou da fame; máis preto, familias desafiuzadas, empregos precarios, barrios enteiros sumidos na pobreza...

Non parece un panorama que permita tranquilidade nin felicidade ningunha, pero a tristeza ou o enfado permanentes nin son cómodos para nós nin soportables como compaña para os que nos rodean.

Existen persoas equilibradas que poden ser conscientes da realidade, por dura que sexa, actuar en consecuencia, con sentido crítico, con capacidade de resposta e, á vez, ser pacientes, comprensivas e cariñosas coas persoas que as rodean. Pero son poucas. Tan envexables como excepcionais. O común dos mortais procura a adaptación para que o sabor a morte ou a pobreza non lle provoque o vómito. E, para iso, o sistema ten as súas normas e os seus xeitos: o exceso de información provoca saturación e desinformación; a desinformación é o mellor xeito de non pensar no que non se coñece e a saturación provoca rechazo e súmase ao estrés dunha vida e uns horarios laborais esgotadores.

As propostas en positivo inducen ao lecer, á desconexión dos problemas, ao consumismo como procura da felicidade e, por todo isto, á aceptación do sistema tal como nos ven dado: a mirar para outro lado cando procede, a non preguntar polo que o poder non conta, a que o que non se nomea non existe, a que o que se repite ata a saciedade nos medios sexa a verdade absoluta, aínda que so sexa por insistencia, e a aceptar todo isto mastigándoo en anaquiños ata que nos acostumamos ao sabor.

Se non queremos comportarnos dese xeito, somos uns/unhas inadaptados/as, persoas pouco felices, mala compaña, socialmente insoportables, sempre críticas con todo...

Mellor crer que o sistema non está tan mal, que é o mellor dos posibles, que a democracia é tal, que a información oficial é a verdade, que os gobernos gobernan por enriba dos intereses económicos, que os servizos sociais funcionan, pero que tampouco teñen que funcionar demasiado porque o traballo dignifica e quen non o ten é porque non quere...

Na sociedade do individualismo, dos libros de autoaxuda, do hedonismo como relixión e da sospeita contra o veciño que pode romper con todo isto, ademais de contaxiarnos un virus, non existe o dereito ao sufrimento, só a condena para aqueles aos que lles tocou nalgunha ruleta rusa non buscada. O resto debe ser feliz e non mirar contra quen. E, por tanto, non existe o dereito á protesta, só a lóxica procura da adaptación para tentar non ser permanentemente infeliz e asocial.

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Cuando era pequeña no soportaba el sabor del tomate ni el del pimiento. Bastaba un trozo que se escapara a mi escrutinio y no fuera apartado a tempo, para que mi cuerpo reaccionara con un amago de vómito, una respuesta desproporcionada vinculada a un sabor que se superponía a todos los demás, más abundantes, pero que no por agradables dominaban.

Aún no era una adulta, quizás doce o catorce años, cuando tomé la difícil decisión de enfrentarme al problema. Por comodidad para mí y por necesidad social, para no “montar números” cada vez que comiera fuera o con otras personas, para no ser esa persona sin modales, que no sabe comportarse en público.

Empecé con trocitos milimétricos de tomate que cortaba hasta que ya no era capaz de reducirlos más e introducía uno nunca más de uno de cada vez en una cucharada de cualquier comida que me gustara. Pasado un tiempo de adaptación, pude ir poniendo trozos cada vez más grandes. No sé cuanto tiempo pasó hasta que el sabor del tomate empezó a no resultarme desagradable, puede que un año, no mucho más. Meses después se había vuelto incluso agradable. Cuando comprobé los buenos resultados del experimento, decidí repetirlo con el pimiento. Esta vez los inicios fueron más duros y necesité más tiempo, pero actualmente disfruto de ambos, me encanta comer de todo y busco sabores nuevos y variados que me estimulan, lejos de preocuparme por si algo no me gusta.


Del mismo modo, las personas sentimos la necesidad de encajar en el mundo. Los adolescentes hacen grupo, visten igual y repiten actitudes de otros para ser aceptados. A los adultos nos gusta pensar que tenemos decisión sobre nuestra vida, pero nos gusta aún más pensar que podemos alcanzar cierta tranquilidad o un grado suficiente de felicidad. El problema es que el mundo está lleno de muerte y destrucción gratuitas, perpetradas por el afán de riqueza de los poderes fácticos de turno, por la desafección a nuestro alrededor ante los exiliados de las guerras o del hambre; más cerca, familias desahuciadas, empleos precarios, barrios enteros sumidos en la pobreza...

No parece un panorama que permita tranquilidad ni felicidad ninguna, pero la tristeza o el enfado permanentes ni son cómodos para nosotros ni soportables como compañía para los que nos rodean.

Existen personas equilibradas que pueden ser conscientes de la realidad, por dura que sea, actuar en consecuencia, con sentido crítico, con capacidad de respuesta y, a la vez, ser pacientes, comprensivas y cariñosas con las personas que las rodean. Pero son pocas. Tan envidiables como excepcionales. El común de los mortales busca la adaptación para que el sabor a muerte o a pobreza no le provoque el vómito. Y, para eso, el sistema tiene sus normas y sus maneras: el exceso de información provoca saturación y desinformación; la desinformación es el mejor modo de no pensar en lo que no se conoce y la saturación provoca rechazo y se suma al estrés de una vida y unos horarios laborales agotadores.

Las propuestas en positivo inducen a la diversión, a la desconexión de los problemas, al consumismo como búsqueda de la felicidad y, por todo esto, a la aceptación del sistema tal como nos viene dado: a mirar para otro lado cuando procede, a no preguntar por lo que el poder no cuenta, a que lo que no se nombra no existe, a que lo que se repite hasta la saciedad en los medios sea la verdad absoluta, aunque solo sea por insistencia, y a aceptar todo esto masticándolo en trocitos hasta que nos acostumbramos al sabor.

Si no queremos comportarnos de ese modo somos unos/as inadaptados/as, personas poco felices, mala compañía, socialmente insoportables, siempre críticas con todo...

Mejor creer que el sistema no está tan mal, que es el mejor de los posibles, que la democracia es tal, que la información oficial es la verdad, que los gobiernos gobiernan por encima de los intereses económicos, que los servicios sociales funcionan, pero que tampoco tienen que funcionar demasiado porque el trabajo dignifica y quien no lo tiene es porque no quiere...

En la sociedad del individualismo, de los libros de autoayuda, del hedonismo como religión y de la sospecha contra el vecino que puede romper con todo esto además de contagiarnos un virus, no existe el derecho al sufrimiento, solo la condena para aquellos a los que les tocó en alguna ruleta rusa no buscada. El resto debe ser feliz y no mirar contra quien. Y, por tanto, no existe el derecho a la protesta, solo la lógica búsqueda de la adaptación para intentar no ser permanentemente infeliz y asocial.


Lucía Medina Navarro

setembro 2021

lunes, 12 de julio de 2021

DESESPERANZA

Por fin está decidido, será mañana. Mi muerte será mañana.

No se trata de que tenga prisa por morir, más bien la vida se me agotó. Me quedé sin fuerzas, sin ánimo, no digamos nada de la esperanza, si es que alguna vez la tuve, y ahora también el dinero. Así que poco sentido tendría seguir como un fantasma aparentando vida, cruzar las calles cuando el semáforo cambia a verde y mirar sin ver a todas esas figuras desconocidas que caminan sin parar de un sitio a otro, como si formaran parte de alguna coreografía inédita que nos obliga a movernos siempre, hacia un lado o hacia otro.

¿Cuánto importa una vida? ¿Cuánto importa mi vida? Millones de personas no cuentan. Niños que mueren de una diarrea que podría curarse por un euro. Niñas vendidas como esclavas sexuales. Se trata de matemática sencilla: Para que unos tengan mucho, otros tienen que carecer de casi todo. Y de frases hechas: Es lícito querer tener más y ganar dinero; la cara amable de una sociedad vampirizada.

En el mundo al revés la lógica es una lógica acumulativa sin cuartel, asesina de nos con enfermedades baratas, de mujeres y niñas que ni siquiera son cifras. Mientras, los que siempre ganan están detrás del telón, nunca son los que luchan en las guerras, ni los que salen perdiendo, ni los que mueren.

¿Qué hacer? Con lo fácil que sería evitar el abuso de una multinacional, de un banco o, digamos, de un oligopolio eléctrico, con solo decidir a qun no le damos nuestro dinero. Pero qué difícil es no ser abusados cuando no queremos creer en la fuerza que tenemos en nuestras propias manos.

¿Sería posible negarse a luchar, matar y morir inútilmente? ¿Confiar y colaborar en beneficio propio y de los otros? ¿Darle otro uso a la riqueza para que la gente viva con dignidad, en vez de emplearla en guerras, abusos, o acumulaciones estrafalarias? Pero, entonces, no viviríamos en esta sociedad. Entonces, yo no moriría mañana.


Esto es lo que le Marta en el diario que encontró mientras recogía las pertenencias de su madre. Habían pasado dos días desde su entierro, no tenía una noción clara de cómo transcurrieron esas horas, pero no había parado de recoger, empaquetar, limpiar... No quería estar quieta porque entonces sentiría un vacío infinito y se derrumbaría. No entendía, ni quería aceptar, el deseo de su madre de decidir el día de su muerte. No estaba enferma, ni desahuciada, ni nada parecido; ella estaba allí para ayudarla si la necesitaba; se sentía rechazada por su propia madre y no podía pararse a pensarlo porque algo se le rompía dentro y solo quería gritar. Sin embargo, siguió leyendo. Era una pequeña libreta de tapas negras, como su contenido. No tenía muchas páginas escritas. Se saltó algunas hacia atrás.

Primero necesité a mi madre, supongo que como todo el mundo.

Después la amé, mientras dejaba de amar a mi padre.

Pero un humo gris nubló la visión del camino y fui ciega por respirar rencor.

Dándole la espalda al cariño, me aislé en busca de otro amor y ya no pude regresar por un camino roto.

La parca vino y se los llevó, pero me dejó el rencor.

Después llovió sobre mis certezas y algunas brumas se aclararon, pero ya era tarde para el amor. Ya era tarde para mí. Fue tarde, incluso, antes de la negra muerte.


Su madre no acostumbraba a hablar de sí misma y de sus sentimientos, pero ahora Marta combinó, en su mente, fragmentos de conversaciones y llenó los vacíos con sus propias deducciones. La conclusión fue que su madre había tenido una infancia poco feliz, quizás no fue muy querida y tampoco supo acercarse a sus padres. Luego quiso alejarse de ellos. Marta sabía que de jovencita había tenido una relación muy absorbente: se fue a vivir con aquel chico, puede que él fuera ese otro amor que buscaba, pero aquello salió mal. Lo poco que conocía de esa etapa le había llegado por otros familiares, su madre nunca le habló de ello, pero ocurrió que el exceso de control que, al principio, confundió con amor, acabó en maltrato. Se libró de aquella situación y acabó por ser la mujer fuerte e independiente que Marta conoció, pero no pudo volver atrás, nunca arregló la relación con sus padres, que fue muy distante hasta que ellos murieron. Esto sí se lo había comentado su madre en alguna ocasión, pero no pensó que lo vivía con ese rencor y esa negrura que destilaba el texto.

Marta lloró como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Lloró por sí misma, por su madre, por su abuela y el abuelo que no conoció y a quien su madre no amó. Lloró ese río de lágrimas que encauzaba su línea familiar.

Tanto lloró que al final se quedó dormida, agotada. La noche anterior no había descansado nada. Durmió hasta el día siguiente. Despertó con el sol que brillaba a través de la ventana. El recuerdo de los días anteriores la golpeó de inmediato, pero el descanso había cubierto de una pátina suave esos sentimientos tan negros, y ahora le venían a la mente recuerdos de su madre muy diferentes a los que reflejaba aquella pequeña libreta.

Las fotografías que aparecían detrás de sus ojos, mientras miraba la luz del sol sin ver nada, eran de su madre riendo y contándole historias interesantes; de su madre cuidando a su abuela, a pesar de los silencios que había entre ellas; de su madre besándola con una enorme sonrisa y ojos enamorados. No siempre fue la persona que escribió ese diario.

Marta se sentía inquieta. Afortunadamente ella tenía un gran apoyo en su hija Alba, pero ahora no estaba segura de haberle demostrado todo el cariño que le profesaba. Ese día la abrazó con fuerza y ella se quedó sorprendida. Alba se preocupó por las ojeras negras que nunca había visto antes en la cara de su madre.

Si quieres me quedo contigo estos días, no hay prisa para retomar la universidad, no estás bien mamá—Marta rompió a llorar—. Siento mucho lo de la abuela, siento que te afecte tanto, déjame ayudarte, podemos hacer algo que te distraiga un poco.

Si hija, vamos a hacer cosas juntas, a partir de ahora te voy a acompañar en esas luchas de las que tanto me hablas y que hasta ahora no vi como mías, y te voy a resarcir de muchas ausencias. No lloro solo por tu abuela, lloro por mí y por ti, porque nos contemplo como reflejadas en esos juegos de espejos que se ven unos en los otros hasta el infinito. Así veo ahora nuestra saga familiar de mujeres tristes, que no saben querer ni se sienten queridas, y que llevan a sus espaldas todo el dolor del mundo. No quiero eso para nosotras, hija, no quiero perpetuar esa estirpe suicida, o que te puedas sentir malquerida.

Mientras decía esto, a Marta se le agolpaban imágenes de su hija: de niña, mirando asombrada el televisor lleno de caras tristes de niños hambrientos, a la vez que le hacía preguntas que ella no podía responder; portando pancartas, cuando aún estaba en el instituto, contra las guerras o a favor del ecologismo; participando en actividades feministas; o esas otras que solo había visto en fotos, mientras hacía un alegato como representante de alumnos en alguna huelga o protesta universitaria. A su hija le importaban las personas, la justicia, el planeta... Y ella no había tenido la sensibilidad de acercarse a todo lo que era esencial en su vida. Pero, ahora, aprendería a mirar el mundo con sus ojos para construir juntas un futuro mejor para ellas y para las mujeres que vendrían después. Ahora, tras leer el diario de su madre, Marta había recibido un tortazo, un empujón que le decía: “¡Despierta! Yo ya no estoy, pero tu hija sí, y te espera”.

Alba le estaba hablando.

Tranquila mamá, sé que me quieres, solo que cada cual tiene su carácter, y no todo el mundo es dado a las caricias o a demostrar lo que siente.

Marta reaccionó abrazando a su hija, que se quedó algo asombrada por segunda vez. La llenó de besos mientras Alba reía y secaba las lágrimas que surcaban las mejillas de esa madre atormentada, casi desconocida. Vio pasar por esos ojos todo el amor, la admiración y el agradecimiento que intentaba mostrarle torpemente.

Todo estaba dicho en esa mirada, sin las palabras que nunca había encontrado. Sellado y rubricado con un abrazo infinito. El abrazo que Alba recordaría toda su vida y que inició una nueva relación con su madre.

Lucía Medina Navarro

abril 2020


sábado, 26 de junio de 2021

Mi vida en un vuelo

Los aviones me gustan desde que era niño. El aeropuerto quedaba cerca de la casa de mis padres. Me sentaba en la puerta y los veía cruzar el cielo. Pasaba tanto tiempo mirándolos que sabía los horarios de muchos de ellos. Pero lo que más me gustaba era que mi padre me llevara cerca de las pistas a ver los despegues y aterrizajes. Podía pasarme horas allí parado. Mi padre era paciente y sonreía al ver lo feliz que me hacían esas visitas. Una vez me subí a uno.

Tengo 62 años, así que eso ocurrió en un tiempo en el que pocas personas podían permitirse un billete de avión. Mis padres tenían un amigo que trabajaba en el aeropuerto. Un día nos hizo un bonito regalo a varios niños de familias amigas: una visita “guiada” a un avión que acababa de aterrizar. Las limpiadoras se afanaban para dejarlo listo antes del siguiente vuelo y el comandante seguía a bordo. Fue muy simpático con nosotros que lo mirábamos todo con asombro. Encendió las luces de los paneles, nos contó para qué servían algunos de aquellos mandos y nos dejó sentarnos, por turnos, en los asientos del piloto y el copiloto. Para mí aquel fue uno de los días más bonitos de la infancia. Lo recuerdo con tanta nitidez como si hubiese ocurrido hace un par de años.

Luego, durante la dictadura, los aviones se convirtieron en los protagonistas de los “vuelos de la muerte”. No dije que soy argentino. Se llevaron a nuestros vecinos, un matrimonio joven. Nunca volví a saber de ellos. Ella estaba embarazada. No sé que fue de aquella criatura. Durante cuatro meses la casa quedó vacía, después otras personas la ocuparon. Jamás hablamos de aquello. Tres años más tarde yo me cambié de barrio. Algunas noches aún me despierto aterrorizado. A pesar de ser consciente de que los aparatos y la ciencia de la aviación no tenían responsabilidad alguna en los actos de los asesinos, durante mucho tiempo tuve sentimientos encontrados acerca de mi afición.

La posibilidad de acceder a estudios relacionados con la aviación estaba vetada para mí. Eran muy caros. Aún miro pasar aviones siempre que puedo, aunque ahora con más conocimientos: tengo libros sobre mecánica, aerodinámica y aviación; veo películas y documentales sobre el tema; en fin, sigue siendo mi gran pasión, así que la disfruto y le dedico la mayor parte de mi tiempo libre. Por si se lo preguntaban, sí, ya he subido a un avión, muchas veces; ahora los vuelos resultan mucho más asequibles y es la mejor forma de cubrir las grandes distancias de un país como el mío.

Sin embargo, hoy miro a uno muy concreto que se aleja. En él va mi hija. Su madre y yo acabamos de pasar por un proceso de divorcio largo y penoso, en el que quedo como único culpable. Me enfadé, grité, le pedí explicaciones por esta distancia que solo me parece un castigo. Con mi hija no he sabido hablar y ella ha escogido bando. Ve el enfado de su madre y lo reproduce. La adolescencia es una época difícil, ya no es una niña, pero tampoco una adulta. Se van a vivir a cuatrocientos kilómetros de mí. Nuestra última conversación fue hace una hora, en el aeropuerto, antes de cruzar la puerta de embarque. Prometí llamarla a menudo e ir a visitarla cuando pueda. Asintió con la cabeza, pero mantuvo el gesto adusto. No pude ir más allá. El avión despegó y no dejo de mirarlo. Mis lágrimas empañan los prismáticos mientras escudriño cada parte del aparato para convertirlo en algo propio, más familiar, ya que se lleva un trocito de mí que no sé si recuperaré algún día. Ahora tengo un reto que cumplir: ser, en la distancia, el padre que no supe ser en la cercanía.

Lucía Medina Navarro

octubre 2020



martes, 13 de abril de 2021

UN TRABAJO DIVERTIDO

 El suelo era un damero. Las paredes habían perdido el tono rosa pastel original, que ahora aparecía desigual y sucio en algunas zonas. No había mesas. Una fila de sillas alineadas en uno de los lados permitían descansar a los clientes entre baile y baile. Un surco negro y desconchado marcaba en la pared la altura de las sillas y el tiempo que pasaba por aquella sala como por la vida de los que allí nos encontrábamos una noche tras otra. La barra, al entrar a la derecha, sostenía a varios sujetos pegados a un vaso de tubo que, con la espalda apoyada, observaban a las parejas que bailaban.

Mi cliente, en ese momento, era un tipo gris. Era de mi altura, moreno, con un pequeño bigote que parecía querer negar cierta calvicie escondida bajo unos cabellos largos cuidadosamente colocados cubriendo la parte superior de la cabeza de un lado a otro. No me había dado cuenta de que me hablaba.

¿Me escuchas? Decía que vaya trabajo divertido el tuyo. Siempre entre música.

Podría enseñarte los callos de mis pies. Pero, claro, no lo haré.

Le dediqué una sonrisa mientras asentía levemente con la cabeza. Sonaba un bolero tranquilo, uno de los que más me gustaban.

Sí, la música era lo mejor de aquel trabajo, en el que bailaba sin descanso durante horas, por unas monedas, con desconocidos solitarios que, de paso, ahogaban en mí sus frustraciones. Ella me acompañaba, a veces calmaba mi ánimo y otras me empujaba, en esos momentos de desmayo que volvían cada vez más a menudo.

No te imaginas lo terrible que es trabajar en una oficina. Todos los días iguales y, encima, aguantar a un jefe plasta. La verdad es que vengo aquí a relajarme. Me encanta la música y disfruto con el baile.

De plastas y de días iguales sé un rato largo, pero tampoco te lo contaré.

Y no creas que el sueldo compensa. Para nada. Pero, en fin, es lo que hay.

Sonreí de nuevo y me encogí de hombros. La canción acababa. Me enseñó otra moneda, quería repetir baile.

¡Ánimo! Tocaba un vals. Esa noche mis pies se agotarían y, quizás, mañana, mi hijita y yo podríamos hacer tres comidas. No siempre era así.


Lucía Medina Navarro

2020

viernes, 9 de abril de 2021

LA ÚLTIMA REDADA

   

Pedro sentía pasión por el cine. No tenía otros hobbys. Trabajaba de contable en una pequeña empresa como tantas otras. Los números siempre se le habían dado bien y en su elección de estudios influyó la búsqueda de un título rápido, que no le costara mucho esfuerzo y le diera una salida relativamente fácil al mercado laboral. Pero el trabajo era para él meramente alimentario. Todo su tiempo libre lo dedicaba a ver películas, leer sobre el tema y hacer sus pequeñas producciones, aunque siempre como aficionado. Tenía una web a la que subía sus vídeos, opiniones y recomendaciones, y compartía en las redes su pasión con varios cientos de personas.

La aburrida infancia de Pedro, el raro del pueblo que no participaba en los juegos habituales de otros niños a los que les gustaba subir a los árboles, matar pájaros con tirachinas o torturar a ranas o lagartijas, cambió el día que se inauguró el cine. A él no le gustaban esos juegos. Era introvertido, prefería leer o que le contaran una buena historia. Por eso el cine fue un descubrimiento. Era una sala de paredes desconchadas, con una sábana blanca sujeta a la pared y viejas sillas que intentaban seguir líneas rectas. Una aplicada limpiadora las recolocaba tras cada pase, después de barrer los restos de cáscaras de nueces de las que los niños se proveían en los nogales que abundaban en el pueblo. Había un solo pase semanal, que se anunciaba mediante un cartel en la puerta de la sala. No daba mucha información, pero a Pedro le daba igual, no se perdía una película, el cine fue el segundo descubrimiento más importante de su adolescencia. El primero fue el despertar de su deseo sexual. Y de esto también hablaban las películas.

Ya de adulto, su afición se vio coartada por la difícil accesibilidad a ciertas cintas que no se distribuían por los canales habituales de las grandes productoras y distribuidoras. Además había otro problema: en su país estaban prohibidas las películas en las que apareciesen secuencias consideradas pornográficas o “contra las buenas costumbres”, frase que servía de saco para todo lo que el gobierno decidiera meter en él. O bien censuraban esas imágenes, o simplemente no se proyectaban en cines. Las películas prohibidas se conseguían en internet y se compartían en un pequeño grupo cerrado dentro de la red, pero echaba de menos verlas en pantalla grande. No era la pornografía lo que le atraía. Se rebelaba contra la falta de libertad que le impedía ver cualquier película sin cortes ni prohibiciones. Por eso, de vez en cuando, se arriesgaba a ir a aquella sala de cine que hacía pases a puerta cerrada. Se trataba de un cine clásico, que trabajaba en la forma habitual, con películas infantiles por las tardes y filmes comerciales después. Sus puertas se cerraban invariablemente a las once de la noche. Nada indicaba la actividad nocturna dirigida a ese grupo selecto de espectadores.

Para Pedro la experiencia mezclaba miedo y excitación. No podía explicar lo que lo impulsaba a exponerse a una multa, o quizás a algo peor, pero tampoco se lo preguntaba demasiado, era su derecho y su forma de reivindicarlo, era su pasión y su forma de disfrutarla. Si lo habitual en su indumentaria era el color, cuando iba a aquellas sesiones vestía invariablemente de negro y se calaba una gorra. Daba una vuelta por los alrededores y después entraba a paso rápido mientras miraba hacia todos lados con disimulo. Al salir tenía las mismas precauciones y caminaba a paso rápido hasta alejarse de la zona. Todos los que acudían conocían el riesgo, así que las precauciones nunca estaban de más. Podrían ser detenidos y afrontar una multa o incluso penas de cárcel en caso de delito recurrente. Pero era su lucha particular, por la libertad y por una afición que era mucho más que eso. Pedro admitía que el cine se había convertido, desde ese primer descubrimiento infantil, en una de las cosas más importantes de su vida.

La primera vez que acudió a esa sala, se enteró por un amigo de la red. Nadie se atrevía a comentarlo a personas que no fuesen de su confianza. Las proyecciones se hacían en horarios en los que el cine estaba aparentemente cerrado. Ese día empezó a la una de la madrugada. Pedro miró a su alrededor y contó veinte personas además de él. Lo habitual. Con tantas precauciones la asistencia nunca era muy numerosa. La cifra más alta que recordaba era de treinta asistentes. Como le ocurría siempre, los nervios de la entrada desaparecían en cuanto las luces se apagaban y empezaba la película. Su amor por el cine resultaba palpable en ese bálsamo que lo envolvía y le hacía olvidar la aridez de la normalidad, la rutina del día a día.

Todo iba como de costumbre, no se adivinaban problemas. Nadie sabía que un policía se había infiltrado hacía meses en el grupo que compartía esta información. Lo extraño fue que la redada no se produjo hasta finalizada la película. Dejaron que la disfrutaran sin interrupciones.

Pasaban de las doce de la noche, así que ya era 28 de diciembre, Día de los Inocentes. La mañana anterior se había aprobado la nueva ley que permitía la producción, emisión, publicidad y visionado, tanto público como privado, de pornografía. El cuerpo de policía de la Comisaría Nº 3, a la que correspondía la calle Andrés Mellado, donde se encontraba la sala de cine, decidió dedicar su particular broma del día de los inocentes a esta nueva ley tan esperada por muchos, entre ellos los propios policías. El susto de los detenidos duró la media hora que tardaron en salir hacia el furgón policial y llegar a la comisaría. Allí les sorprendió el estallido...

...de la apertura de varias botellas de champán con las que los recibieron los policías, a golpe de risas y palmadas en la espalda. Cualquiera pensaría que el Cuerpo, al completo, estaba en contra de la ley. Siempre les habían demostrado un pundonor a la hora de exigir su cumplimiento, que ahora quedaba sospechosamente en entredicho. A la mayoría de los “detenidos” le costó un buen rato creerse lo que veía y se fueron a sus casas rumiando la dudosa intención de aquella broma para pasar página.

Lucía Medina

octubre 2020