Pedro
sentía pasión por el cine. No tenía otros hobbys. Trabajaba de
contable en una pequeña empresa como tantas otras. Los números
siempre se le habían dado bien y en su elección de estudios influyó
la búsqueda de un título rápido, que no le costara mucho esfuerzo
y le diera una salida relativamente fácil al mercado laboral. Pero
el trabajo era para él meramente alimentario. Todo su tiempo libre
lo dedicaba a ver películas, leer sobre el tema y hacer sus pequeñas
producciones, aunque siempre como aficionado. Tenía una web a la que
subía sus vídeos, opiniones y recomendaciones, y compartía en las
redes su pasión con varios cientos de personas.
La
aburrida infancia de Pedro, el raro del pueblo que no participaba en
los juegos habituales de otros niños a los que les gustaba subir a
los árboles, matar pájaros con tirachinas o torturar a ranas o
lagartijas, cambió el día que se inauguró el cine. A él no le
gustaban esos juegos. Era introvertido, prefería leer o que le
contaran una buena historia. Por eso el cine fue un descubrimiento.
Era una sala de paredes desconchadas, con una sábana blanca sujeta a
la pared y viejas sillas que intentaban seguir líneas rectas. Una
aplicada limpiadora las recolocaba tras cada pase, después de barrer
los restos de cáscaras de nueces de las que los niños se proveían
en los nogales que abundaban en el pueblo. Había un solo pase
semanal, que se anunciaba mediante un cartel en la puerta de la sala.
No daba mucha información, pero a Pedro le daba igual, no se perdía
una película, el cine fue el segundo descubrimiento más importante
de su adolescencia. El primero fue el despertar de su deseo sexual. Y
de esto también hablaban las películas.
Ya
de adulto, su afición se vio coartada por la difícil accesibilidad
a ciertas cintas que no se distribuían por los canales habituales de
las grandes productoras y distribuidoras. Además había otro
problema: en su país estaban prohibidas las películas en las que
apareciesen secuencias consideradas pornográficas o “contra las
buenas costumbres”, frase que servía de saco para todo lo que el
gobierno decidiera meter en él. O bien censuraban esas imágenes, o
simplemente no se proyectaban en cines. Las películas prohibidas se
conseguían en internet y se compartían en un pequeño grupo cerrado
dentro de la red, pero echaba de menos verlas en pantalla grande. No
era la pornografía lo que le atraía. Se rebelaba contra la falta de
libertad que le impedía ver cualquier película sin cortes ni
prohibiciones. Por eso, de vez en cuando, se arriesgaba a ir a
aquella sala de cine que hacía pases a puerta cerrada. Se trataba de
un cine clásico, que trabajaba en la forma habitual, con películas
infantiles por las tardes y filmes comerciales después. Sus puertas
se cerraban invariablemente a las once de la noche. Nada indicaba la
actividad nocturna dirigida a ese grupo selecto de espectadores.
Para
Pedro la experiencia mezclaba miedo y excitación. No podía explicar
lo que lo impulsaba a exponerse a una multa, o quizás a algo peor,
pero tampoco se lo preguntaba demasiado, era su derecho y su forma de
reivindicarlo, era su pasión y su forma de disfrutarla. Si lo
habitual en su indumentaria era el color, cuando iba a aquellas
sesiones vestía invariablemente de negro y se calaba una gorra. Daba
una vuelta por los alrededores y después entraba a paso rápido
mientras miraba hacia todos lados con disimulo. Al salir tenía las
mismas precauciones y caminaba a paso rápido hasta alejarse de la
zona. Todos los que acudían conocían el riesgo, así que las
precauciones nunca estaban de más. Podrían ser detenidos y afrontar
una multa o incluso penas de cárcel en caso de delito recurrente.
Pero era su lucha particular, por la libertad y por una afición que
era mucho más que eso. Pedro admitía que el cine se había
convertido, desde ese primer descubrimiento infantil, en una de las
cosas más importantes de su vida.
La
primera vez que acudió a esa sala, se enteró por un amigo de la
red. Nadie se atrevía a comentarlo a personas que no fuesen de su
confianza. Las proyecciones se hacían en horarios en los que el cine
estaba aparentemente cerrado. Ese día empezó a la una de la
madrugada. Pedro miró a su alrededor y contó veinte personas además
de él. Lo habitual. Con tantas precauciones la asistencia nunca era
muy numerosa. La cifra más alta que recordaba era de treinta
asistentes. Como le ocurría siempre, los nervios de la entrada
desaparecían en cuanto las luces se apagaban y empezaba la película.
Su amor por el cine resultaba palpable en ese bálsamo que lo
envolvía y le hacía olvidar la aridez de la normalidad, la rutina
del día a día.
Todo
iba como de costumbre, no se adivinaban problemas. Nadie sabía que
un policía se había infiltrado hacía meses en el grupo que
compartía esta información. Lo extraño fue que la redada no se
produjo hasta finalizada la película. Dejaron que la disfrutaran sin
interrupciones.
Pasaban
de las doce de la noche, así que ya era 28 de diciembre, Día de los
Inocentes. La mañana anterior se había aprobado la nueva ley que
permitía la producción, emisión, publicidad y visionado, tanto
público como privado, de pornografía. El cuerpo de policía de la
Comisaría Nº 3, a la que correspondía la calle Andrés Mellado,
donde se encontraba la sala de cine, decidió dedicar su particular
broma del día de los inocentes a esta nueva ley tan esperada por
muchos, entre ellos los propios policías. El susto de los detenidos
duró la media hora que tardaron en salir hacia el furgón policial y
llegar a la comisaría. Allí les sorprendió el estallido...
...de
la apertura de varias botellas de champán con las que los recibieron
los policías, a golpe de risas y palmadas en la espalda. Cualquiera
pensaría que el Cuerpo, al completo, estaba en contra de la ley.
Siempre les habían demostrado un pundonor a la hora de exigir su
cumplimiento, que ahora quedaba sospechosamente en entredicho. A la
mayoría de los “detenidos” le costó un buen rato creerse lo que
veía y se fueron a sus casas rumiando la dudosa intención de
aquella broma para pasar página.
Lucía
Medina
octubre
2020