John Steinbeck escribió, ya en 1962,
esta lúcida descripción de un crimen que no tiene nombre, como indica la última frase que recojo. Lo que da escalofríos es que siga teniendo tantos paralelismos con
la actualidad.
(pag. 294):
“...las cosechas se calculaban en
dólares; la tierra fue valorizada mediante la plusvalía, las
cosechas compradas y vendidas antes de ser plantadas. Y entonces una
mala cosecha, una sequía o una inundación, ya no fueron pequeñas
muertes en vida, sino simples perdidas de dinero. Y todo su amor se
fue empequeñeciendo merced al dinero, y toda su energía se perdió
con los cálculos de intereses, hasta que ya no fueron agricultores,
sino pequeños mercaderes de cosechas, pequeños fabricantes que
tenían que vender antes de producir. Y, entonces, aquellos
agricultores que no eran buenos mercaderes perdieron su tierra, que
pasó a los buenos comerciantes. No importa cuán inteligente, cuán
amante fuese un hombre de la tierra y de las cosas susceptibles de
crecimiento natural; no podía sobrevivir si no era también buen
comerciante. Y al correr del tiempo las tierras las poseyeron los
hombres de negocios, y las haciendas crecieron en extensión pero
disminuyeron en número.
La agricultura pasó a ser industria y
los propietarios siguieron el ejemplo de Roma, aunque sin enterarse.
Importaron esclavos aun cuando no los llamaron esclavos; chinos,
japoneses, mejicanos, filipinos. Viven sólo de arroz y fréjoles,
dijeron los hombres de negocios. No necesitan mucho. No sabrían qué
hacer con un buen salario. Pero mire cómo viven. Pero mire lo que
comen. Y si se portan mal, depórtenlos.
Y todo el tiempo las haciendas fueron
creciendo, y disminuyendo los propietarios...
Y cambiaron las plantaciones. Los
árboles frutales ocuparon el lugar de los trigales, y se extendieron
por doquier los vegetales que alimentarían al mundo: lechuga,
coliflor, alcachofa, patatas..., plantas que crecen a ras de suelo.
Un hombre puede erguirse para mandar una guadaña, un arado, un
rastrillo; pero ha de arrastrarse como un chinche entre las hileras
de algodón, debe arrodillarse como un penitente en un sendero de
alcachofas.
Y sucedió que los propietarios ya no
trabajaron en las haciendas. Hicieron agricultura sobre el papel, y
olvidaron la tierra, su olor, el tacto de la tierra, y sólo
recordaron que la poseían; recordaron solamente lo que ganaron o
perdieron por ella. Y algunas de las haciendas se hicieron tan
grandes, que un solo hombre no podía ya concebirlas; tan grandes,
que se necesitó un ejército de contadores para llevar la cuenta de
sus utilidades o de sus pérdidas; químicos para hacer pruebas de la
tierra y realimentarla; capataces que cuidasen de que los hombres
inclinados sobre el suelo se arrastrasen por entre las hileras de las
plantas con toda la rapidez posible para su material humano. Y
entonces dicho agricultor se convirtió de verdad en almacenista.
Pagaba a los hombres, les vendía alimentos y volvía a recibir el
dinero. Y después de algún tiempo ya ni siquiera pagó a los
trabajadores. Las haciendas vendían alimentos a crédito. Un hombre
podía trabajar y alimentarse; pero cuando terminaba el trabajo
descubría que debía dinero a la compañía. Y los propietarios no
sólo no trabajaron ya en las haciendas; muchos de ellos ni conocían
las haciendas que poseían.
Y entonces los desposeídos fueron
empujados hacia el Oeste...”
(pag. 360):
“...yo tengo hambre. Trabajaré por
quince centavos . Por la comida. Los niños. Debería usted verlos...
Y esto era conveniente, porque bajaban
los salarios y se mantenía el precio. Los grandes propietarios
estaban contentos y repartían más prospectos para atraer más
gente. Los salarios bajaban y los precios se mantenían al mismo
nivel.
Entonces los grandes propietarios y
compañías inventaron un nuevo método9. Un gran propietario compró
una fábrica de conservas. Y cuando los duraznos y las peras
estuvieron maduros, hizo bajar el precio de la fruta a menos del
costo de cultivo. Y, en su calidad de dueño de una fábrica de
conservas, se pagó a sí mismo un bajo precio por la fruta y mantuvo
el precio de las conservas y así obtuvo la utilidad. Y los pequeños
agricultores que no tenían fábricas de conservas perdieron sus
granjas, que fueron absorbidas por los grandes propietarios, por los
Bancos y por las Compañías que poseían también fábricas de
conservas. Al pasar el tiempo, hubo menos granjas. Los pequeños
agricultores se trasladaron al principio a los pueblos hasta que
agotaron su crédito, la ayuda de sus amigos y de sus parientes. Y
entonces ellos también salieron a las carreteras. Los caminos se
poblaron de hombres codiciosos por un trabajo, capaces de asesinar
por conseguir trabajo.
Y las Compañías y los Bancos fueron
labrando su propia ruina, aunque sin darse cuenta. Los campos eran
fértiles, y por los caminos marchaban hombres hambrientos. Los
graneros estaban llenos, y los hijos de los pobres crecían
raquíticos... Las grandes Compañías ignoraban que es muy delgada
la línea que separa al hambres y a la ira. Y el dinero que pudo
haberse pagado en jornales se gastó en gases venenosos, armas,
agentes y espías, en listas negras, en instrucción militar. En las
carreteras los seres errantes se arrastraban como hormigas en busca
de trabajo, de pan. Y la ira comenzó a fermentar...”
(pag. 440):
“...Los pequeños agricultores vieron
cómo las deudas iban creciendo como la marea. Pulverizaron los
árboles y no vendieron la cosecha, injertaron y podaron y no
pudieron recoger la fruta. Y los hombres de ciencia habían
trabajado, pensado, y la fruta se está pudriendo en el suelo, y el
vino de las tinajas envenena el aire. Pruebe el vino..., no tiene el
menor sabor a uva, sino a sulfuros, ácido tánico y alcohol.
El próximo año este pequeño huerto
será una parte de un gran conjunto, pues ladeuda habrá ahogado al
propietario.
La viña pertenecerá al Banco. Sólo
los grandes propietarios pueden sobrevivir, porque también poseen
las fábricas de conservas...
...El trabajo en las raíces y en las
viñas, en los árboles, ha de ser destruido para mantener el precio,
y esto es lo más amargo, lo más doloroso de todo. Carretadas de
naranjas arrojadas a la basura. La gente recorrió millas para
recoger esa fruta, pero no pudo ser... Y los hombres descubren que la
fruta ha sido rociada con petróleo. Un millón de seres hambrientos,
que necesitan la fruta..., y las montañas de oro regadas de
petróleo...
En los barcos se quema el café como
combustible. Se quema el maíz para lograr calor. Se arrojan patatas
a los ríos y se colocan guardias en las orillas para que la gente
hambrienta no pueda sacarlas...
Éste es un crimen que no tiene
nombre...”
Las uvas de la ira.
John Steinbeck. Ed. Planeta (sexta edición en España). Barcelona
(1965)